16 marzo 2008

Cortazariano (una vez más, o menos)


























'Puesto que no la amaba, puesto que el deseo cesaría (porque no la amaba, y el deseo cesaría), evitar como la peste toda sacralización de los juegos. Durante días, durante semanas, durante algunos meses, cada cuarto de hotel y cada plaza, cada postura amorosa y cada amanecer en un café de los mercados: circo feroz, operación sutil y balance lúcido. Se llegó así a saber que la Maga esperaba verdaderamente que Horacio la matara, y que esa muerte debía ser de fénix, el ingreso al concilio de los filósofos, es decir a las charlas del Club de la Serpiente: la Maga quería aprender, quería ins-truir-se. Horacio era exaltado, llamado, concitado a la función del sacrificador lustral, y puesto que casi nunca se alcanzaban porque en pleno diálogo eran tan distintos y andaban por tan opuestas cosas (y eso ella lo sabía, lo comprendía muy bien), entonces la única posibilidad de encuentro estaba en que Horacio la matara en el amor donde ella podía conseguir encontrarse con él, en el cielo de los cuartos de hotel se enfrentaban iguales y desnudos y allí podía consumarse la resurrección del fénix después que él la hubiera estrangulado deliciosamente, dejándole caer un hilo de baba en la boca abierta, mirándola extático como si empezara a reconocerla, a hacerla de verdad suya, a traerla de su lado.'



fragmento del capítulo V, Rayuela, Julio Cortázar
*
*
*
*
*
*
*
*
*
Corrían días de invierno, de frío y nieve, en París. La Maga revolvía estas palabras absorta en su taza de café: Horacio o la muerte, o la muerte, directamente, que es lo mismo que Horacio. En su cabeza los términos se confundían en un mismo sentimiento amargo. Aún sin saberlo, podía imaginar lo que en unos días iba a acontecer. Por eso se empeñaba en dejar morir sus últimas horas en París, rodeada de gente, en diferentes cafés, para sentirse menos sola, pensando cómo explicaría todo eso a su vuelta sin caer en la trampa de usar las palabras que el mismo Horacio usaría si tuviese que hacer de eso una historia, un relato para una revista, para poder vivir un mes más en París, y poder comprar tabaco, y mate, y un poco de vodka para la próxima reunión del Club. Pero la trampa era inevitable, no se había dado cuenta y ya estaba anotando las palabras que, seguro, hubiese utilizado Horacio en esa situación. La tristeza también era inevitable: Horacio no estaba ni estaría, jamás, en esa ciudad, compartiendo el mismo tiempo y espacio con ella, porque, se había dado cuenta, vivían en esferas completamente diferentes, por no hablar de la distancia que mediaba entre ellas. Por no hablar, claro, de que esa palabra no se le había agarrado a las entrañas, como a ella.

No hay comentarios: