18 marzo 2008

He hecho lo correcto, sí. La he roto. Sí: en mil pedazos. He acabado con el último trozito de Horacio que quedaba en mi pieza, en nuestra pieza, pues Rocamadour sigue aquí, aunque aquella noche se pusiese tan malito y Horacio tuviese que correr en busca de aquel suizo que decía que era médico pero que no supo hacerle bien a mi pequeño. Sí, a Horacio correr se le daba muy bien. Corría arriba y abajo, de un boulevard a otro, de una pieza a otra, pero siempre regresaba a la nuestra, aunque malhumorado, excusándose a medias tintas. Ahora soy yo la que corre, dejando atrás demasiadas cosas, me diría Horacio. Corro por el boulevard Saint-Michel, pasando por delante de la boutique de Mme Léonie (dejó las cartas, Horacio, las dejó olvidadas en un cuarto de hotel, y decidió abrir un negocio: vende hierbas que promete curan todos los males, menos el de amor, para ése dice que aún no ha encontrado remedio, aunque a vos eso no os importa, vos no sabés qué es el amor, o lo disimulabas muy bien, che), por los jardines de Luxemburgo, por la librería en la que tanto te gustaba perderte, donde yo no era capaz de encontrarte, como en ninguna parte, y al llegar al Sena me paralizo un instante, pero giro a la izquierda, ya no es momento de probar la suerte, ya no creo en las casualidades, y corro entre los paseantes solitarios hasta llegar al Pont des arts, ¿recuerdas, Horacio, nuestro primer capítulo?. Y allí, de pronto, tan sólo necesito dejarme ir, paf, se acabó.

No hay comentarios: