18 marzo 2008

He hecho lo correcto, sí. La he roto. Sí: en mil pedazos. He acabado con el último trozito de Horacio que quedaba en mi pieza, en nuestra pieza, pues Rocamadour sigue aquí, aunque aquella noche se pusiese tan malito y Horacio tuviese que correr en busca de aquel suizo que decía que era médico pero que no supo hacerle bien a mi pequeño. Sí, a Horacio correr se le daba muy bien. Corría arriba y abajo, de un boulevard a otro, de una pieza a otra, pero siempre regresaba a la nuestra, aunque malhumorado, excusándose a medias tintas. Ahora soy yo la que corre, dejando atrás demasiadas cosas, me diría Horacio. Corro por el boulevard Saint-Michel, pasando por delante de la boutique de Mme Léonie (dejó las cartas, Horacio, las dejó olvidadas en un cuarto de hotel, y decidió abrir un negocio: vende hierbas que promete curan todos los males, menos el de amor, para ése dice que aún no ha encontrado remedio, aunque a vos eso no os importa, vos no sabés qué es el amor, o lo disimulabas muy bien, che), por los jardines de Luxemburgo, por la librería en la que tanto te gustaba perderte, donde yo no era capaz de encontrarte, como en ninguna parte, y al llegar al Sena me paralizo un instante, pero giro a la izquierda, ya no es momento de probar la suerte, ya no creo en las casualidades, y corro entre los paseantes solitarios hasta llegar al Pont des arts, ¿recuerdas, Horacio, nuestro primer capítulo?. Y allí, de pronto, tan sólo necesito dejarme ir, paf, se acabó.

16 marzo 2008

Cortazariano (una vez más, o menos)


























'Puesto que no la amaba, puesto que el deseo cesaría (porque no la amaba, y el deseo cesaría), evitar como la peste toda sacralización de los juegos. Durante días, durante semanas, durante algunos meses, cada cuarto de hotel y cada plaza, cada postura amorosa y cada amanecer en un café de los mercados: circo feroz, operación sutil y balance lúcido. Se llegó así a saber que la Maga esperaba verdaderamente que Horacio la matara, y que esa muerte debía ser de fénix, el ingreso al concilio de los filósofos, es decir a las charlas del Club de la Serpiente: la Maga quería aprender, quería ins-truir-se. Horacio era exaltado, llamado, concitado a la función del sacrificador lustral, y puesto que casi nunca se alcanzaban porque en pleno diálogo eran tan distintos y andaban por tan opuestas cosas (y eso ella lo sabía, lo comprendía muy bien), entonces la única posibilidad de encuentro estaba en que Horacio la matara en el amor donde ella podía conseguir encontrarse con él, en el cielo de los cuartos de hotel se enfrentaban iguales y desnudos y allí podía consumarse la resurrección del fénix después que él la hubiera estrangulado deliciosamente, dejándole caer un hilo de baba en la boca abierta, mirándola extático como si empezara a reconocerla, a hacerla de verdad suya, a traerla de su lado.'



fragmento del capítulo V, Rayuela, Julio Cortázar
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Corrían días de invierno, de frío y nieve, en París. La Maga revolvía estas palabras absorta en su taza de café: Horacio o la muerte, o la muerte, directamente, que es lo mismo que Horacio. En su cabeza los términos se confundían en un mismo sentimiento amargo. Aún sin saberlo, podía imaginar lo que en unos días iba a acontecer. Por eso se empeñaba en dejar morir sus últimas horas en París, rodeada de gente, en diferentes cafés, para sentirse menos sola, pensando cómo explicaría todo eso a su vuelta sin caer en la trampa de usar las palabras que el mismo Horacio usaría si tuviese que hacer de eso una historia, un relato para una revista, para poder vivir un mes más en París, y poder comprar tabaco, y mate, y un poco de vodka para la próxima reunión del Club. Pero la trampa era inevitable, no se había dado cuenta y ya estaba anotando las palabras que, seguro, hubiese utilizado Horacio en esa situación. La tristeza también era inevitable: Horacio no estaba ni estaría, jamás, en esa ciudad, compartiendo el mismo tiempo y espacio con ella, porque, se había dado cuenta, vivían en esferas completamente diferentes, por no hablar de la distancia que mediaba entre ellas. Por no hablar, claro, de que esa palabra no se le había agarrado a las entrañas, como a ella.