31 marzo 2009

Los miedos

Cómo decirlo a nadie si tú mismo no podrías saber que la mención de tu nombre, el paso de tu imagen en cualquier recuerdo ajeno me desnuda y me vulnera, me tira en mí misma con ese impudor total que ningún espejo, ningún acto amoroso, ninguna reflexión despiadada pueden dar con tanto encono; que a mi manera te quiero y que ese cariño te condena porque te vuelve mi denunciador; el que por quererme y por ser querido me despoja y me desnuda y me hace verme como soy; alguien que tiene miedo y que no lo dirá jamás, alguien que hace de su miedo la fuerza que la lleva a vivir como vive.

Julio Cortázar, 62 / Modelo para armar, páginas 189-190

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Preámbulo
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Hace frío, piensas, o dices, no lo recuerdas, mientras tratas de averiguar cómo encender la calefacción. Avanzáis por la autopista del Maresme, camino al aeropuerto. Ya habéis dejado atrás Mataró. Hay tanta niebla que te parece flotar sobre el asfalto. Es tu padre, siempre, quien te acompaña en los primeros pasos de tu huída. A veces os acompaña también tu madre, pero hoy no. Son sólo las cuatro y media de la mañana. Todavía no ha amanecido. Sabes que tu avión despegará a las seis y media, no antes. Además, no tienes equipaje que facturar. Pero prefieres que te deje en el Prat pronto, así evitas más nervios de los necesarios. La espera prefieres vivirla sola, aunque ellos a veces no lo entiendan.
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Antes de salir de casa le has dicho un “adiós, te llamaré cuando llegue” rápido a tu madre, no te gustan las despedidas. A ella tampoco, aunque después de cerrar la puerta tras de sí haya ido corriendo a asomarse al balcón, para darte un último adiós gestual, desde la altura, como siempre que se queda en casa mientras tu padre te lleva al aeropuerto a esas horas intempestivas. Piensas en todo lo que te encargó Miriam y estás segura de que junto a tus escasas mudas no has olvidado poner el regalo que Lorena y tú le habéis comprado para su cumpleaños. Te das cuenta, mientras recorréis la ronda de dalt, de que ni siquiera le preguntaste a Lorena si quería hacer ese viaje contigo. Y le mandas un mensaje de texto.
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En el coche la conversación ha sido mínima. Pero no te sorprende. A tu padre le cuesta hablar en esos momentos previos, cuando la certeza de tu partida adquiere realidad. Tampoco le gustan las despedidas. Por eso, mientras tú dejas la maleta en la parte trasera, él enciende el equipo de música y la voz de Ana Reverte inunda el interior del coche. Es una elección sentimental: en la banda sonora de tus viajes al Sur, cuando aún eras pequeña, siempre había un espacio reservado para ella. En casa, todos sabéis sus canciones de memoria. Aunque es a tu padre al que realmente siempre le ha gustado ese tipo de música. Y sí, siempre escucháis el mismo disco, por eso los instantes que preceden a tu llegada al aeropuerto transcurren a ritmo de fandango. Track 13. Ya estás, de nuevo, sola.

22 marzo 2009

(entreacto)

Y siempre entre paréntesis:
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El miedo a la hoja (pantalla) en blanco,
al error en el uso de la persona incorrecta del verbo,
la duda al aplicar la tinta sobre el papel.
O el miedo a caer en el error de la repetición:
de la repetición del mismo error, quiero decir.
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También la náusea ante la idea de volver a vomitar páginas y páginas
que nunca formarán una historia real (verosímil).
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[Sale el miedo. Entras tú en escena]

04 marzo 2009

Él, de nuevo él

El vuelo está siendo horroroso. Una azafata con acento isleño ha anunciado que, debido al mal tiempo, se preveen turbulencias hasta el aterrizaje en el aeropuerto italiano. Y a ti no se te ocurre nada mejor que sacar el cuaderno y el lápiz de tu bolso y disimular tu recién estrenado miedo a volar escribiendo, como si estuvieses totalmente habituada a la situación. Recuerdas el punto en qué dejaste la historia y decides no contar lo que siguió a la maldita pregunta. Retomas las notas a partir de esa noche. Y escribes:
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Algo parecido te iba a suceder al día siguiente. Aunque todavía no podías tener ni idea. Habías llegado a casa tarde, después de haber pasado el día con algunos amigos en esa ciudad que sientes un poco tuya. Primero saludaste a tus padres y sólo después de contarles lo mucho que habías sonreído con cada uno de ellos, fuiste directamente a tu habitación. Bien, no directamente, antes pasaste por el baño. Esa maldita obsesión tuya de lavarte las manos cada tres por dos.
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Mientras te desnudabas, en esa habitación que ha sido tuya durante tantos años (ahora la tuya está lejos, en otra casa, en otra ciudad, en otro país, aunque aquí reconozcas viejos olores, antiguos momentos), sonó tu móvil. Y te sorprendió, no esperabas ningún mensaje. O sí, quizás sí lo esperabas, aunque no conscientemente. De modo que olvidaste ponerte la camiseta del pijama, y aunque sentías el frío en tus senos, recorriste en diagonal la habitación, hasta alcanzar el teléfono.
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Era un mensaje. Lo leíste. Pero no lo acabaste de creer. Y lo volviste a leer. En ese momento no supiste hacer otra cosa: tus dedos se avalanzaron sobre el diminuto teclado del aparato y enviaron un 'de acuerdo, hasta mañana' suicida como respuesta. Las palabras parecían repetirse, multiplicarse. Él, él, Él, él por tres, Él al cubo. Y tú, medio desnuda, pensabas en ellas, y las repetías sin darte cuenta. Mañana, un café, en el bar de siempre, el de la playa. Y de pronto, Él, el de tu pasado, el que había estado en esa misma habitación contigo, se convirtió en él, en minúscula.
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03 marzo 2009

sincero

Los minutos que preceden a cualquier encuentro son terribles. Quiero decir, terriblemente bellos. Son esos momentos en que dudas de si realmente debías acudir a la cita, en los que te convences de que sí, de que claro que debías ir, en los que te miras en los escaparates para comprobar que realmente tu aspecto no es del todo horroroso, aunque hayas dormido más bien poco y las ojeras te delaten.
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Habías pensado en ese momento desde la última despedida, desde que empezastéis a hablar cada día, desde que las horas se convirtieron en minutos para vosotros. Habías imaginado el encuentro. De pronto te das cuenta de que estás ahí, y tan sólo faltan diez minutos para la hora acordada, pero tú ya estás allí, esperando. De hecho, no te asombras, eso siempre se te ha dado bien, esperar ha sido tu modo de vivir durante mucho tiempo.
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Entonces te sientas, de nuevo, a esperar, pero por primera vez en mucho tiempo llegó antes de la hora prevista, sin hacerte esperar demasiado. Y te sonrió, de lejos, mientras tú te acercabas lentamente, demorando el momento del encuentro, pero también sonriendo, aunque sin darte cuenta. Y pensaste en el tiempo que había pasado desde que un momento así no te brindaba la oportunidad de sonreír.
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Estáis tan cerca que no sabes qué hacer. Dos besos, un cómo estás torpe, y descubrir que tras su sonrisa se esconde una mirada que no es capaz de dejar de ser triste. Paseáis. Al principio echáis a andar y tú no sabes exactamente qué decir, pero él cubre tu silencio con sus palabras. Te entiende, y piensas que no quiere que te sientas incómoda. Por eso bromea. Y te mira sin esquivar tu mirada.
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Cuando te das cuenta ya habéis dejado atrás el puerto antiguo, ya estáis delante del mar. Pero no os detenéis, seguís caminando sin saber muy bien a dónde váis, sin tampoco preguntaroslo, mientras te cuenta cómo han sido los últimos días. Y lo entiendes de primeras, sin pestañear, dándote cuenta de que realmente habláis el mismo idioma. Aunque tú eso lo supiste desde el primer momento.
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Y sientes cómo los nervios trepan desde tu estómago, alcanzando tu garganta, entorpeciendo tus palabras ensayadas: no querías hablar de ello, no querías preguntarle sobre ello, no querías, no pretendías hacerlo, pero lo has hecho, ya no hay vuelta atrás, y él parece responderte con gusto. Es en ese momento preciso cuando te das cuenta de que te has convertido en su amiga, y te acecha la duda. No sabes si realmente querías ser su amiga.
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El problema, piensas, es que últimamente nunca sabes realmente lo que quieres. Tienes miedo a casi todo (incluso a los aviones), y cuando te sobreviene el miedo huyes. Siempre en la dirección incorrecta. Por el miedo. Claro. Cualquier excusa te sirve para hacer la maleta y salir corriendo. Aunque ahora piensas que eso no volverá a suceder. Ahora, por fin, crees saber lo que quieres, y donde, y como lo quieres. Pero cuando te das cuenta de todo esto ya estás de nuevo en el asiento de un avión, mirando cómo el mar desaparece, a lo lejos.